La felicidad, según muchos de nosotros, está inextricablemente ligada a la riqueza y al estatus. Tradicionalmente hemos medido la felicidad a través de nuestra acumulación de posesiones: ropa y coches de moda, joyas finas, casas en los mejores barrios. Estas son las cosas por las que trabajamos, y no hay nada malo en ello.
En la cultura moderna, tendemos a pensar que podemos encontrar la felicidad «ahí fuera», en el centro comercial, en el gimnasio o en un frasco de nuestro botiquín. Todo lo que necesitamos es un cuerpo más delgado, un mejor trabajo, un nuevo cónyuge o hijos más exitosos. Creemos que si arrojamos suficiente dinero al problema, una mañana nos despertaremos en un estado de felicidad. Pero si el dinero pudiera comprar la felicidad, los ricos y famosos no serían una fuente constante de material para la prensa sensacionalista, con sus sagas de adicción, traición, bancarrota y vergüenza.
Aún así, seguimos trabajando más y consumiendo más. En las últimas décadas, la semana laboral media se ha hecho cada vez más larga. Y mientras pasamos cada vez más tiempo en el lugar de trabajo, muchos de nosotros luchamos por criar una familia al mismo tiempo.
La mayoría de nosotros vivimos en un estado constante de agotamiento y coacción: Nuestros trabajos nos necesitan, nuestros hijos nos necesitan y, cada vez más, nuestros padres ancianos nos necesitan. Pero parece que no hay suficientes de nosotros para todos. (¡No es de extrañar que la clonación tenga cierto atractivo!)
Nos sentimos infelices, frenéticos y desequilibrados. Nos presionamos a diario hasta el borde del agotamiento. Hemos sobrepasado nuestros límites personales y hemos olvidado que la verdadera felicidad viene de vivir una vida auténtica alimentada con un sentido de propósito y equilibrio. Pensamos erróneamente que la felicidad es la ausencia de estrés, pero no podemos encontrar la felicidad huyendo de nuestros miedos, de nuestras preocupaciones, de nuestros retos diarios.