El conciliarismo es esencialmente una falsa teoría sobre el poseedor de la autoridad suprema en la Iglesia. También llamada teoría conciliar, atribuye el máximo poder de jurisdicción a una asamblea general de los obispos que actúa independientemente del papa y lo niega al papa y a un verdadero concilio ecuménico.
A veces se define el conciliarismo como una teoría que afirma la superioridad de un concilio ecuménico sobre el papa. Aunque esta definición se ha utilizado durante siglos y todavía se encuentra actualmente en los textos teológicos y canónicos, es mejor evitarla, ya que el término concilio ecuménico se utiliza en ella en un sentido laxo. No puede haber un concilio ecuménico sin la participación activa del Papa, al menos aprobando las decisiones del concilio. Una asamblea de obispos sin el papa no es un concilio ecuménico.
Otra definición, que se encuentra sobre todo en textos jurídicos, dice que el conciliarismo es la teoría que admite la apelación del juicio del papa al de un concilio ecuménico. La misma objeción contra el uso incorrecto de este término es también válida aquí, y es de notar que la definición declara una consecuencia práctica de la teoría conciliar más que describir su sustancia.
Análisis teológico. Al someter el conciliarismo a un análisis crítico, este artículo sitúa sus elementos esenciales en el contexto del conocimiento actual de la estructura de la Iglesia, para comprender mejor los defectos de esta teoría. Las conclusiones son válidas para todas las formas de conciliarismo, ya que existe una unidad de pensamiento suficiente en todas sus manifestaciones históricas para justificar un enfoque común de sus diversas escuelas.
Una formulación clásica de la teoría conciliar se encuentra en el decreto Sacrosancta de la quinta sesión del concilio de constanza de 1415:
Este Santo Sínodo de Constanza… declara que, reunido según la ley y en el Espíritu Santo, y siendo un concilio general que representa a la Iglesia católica y militante, tiene su poder directamente de Cristo; toda persona de cualquier condición o dignidad, sea incluso papal, tiene que obedecer en todo lo que concierne a la fe, al desarraigo del presente cisma y a la reforma general de esta Iglesia de Dios en su cabeza y miembros.
El siguiente párrafo de la declaración del Concilio dice que todas las personas de cualquier condición, estatus o dignidad, incluido el papa, están sujetas a penitencia y castigo si son encontradas desobedientes (ver H. Denzinger, Enchiridion symbolorum, ed. A. Schönmetzer 1151, nota introductoria).
Este y otros textos similares que podrían citarse (por ejemplo, de la 39ª sesión del mismo Concilio) muestran que el error fundamental del conciliarismo es que atribuye el poder supremo de jurisdicción a una asamblea general de obispos que actúan independientemente del papa. Teológicamente, el error proviene de una concepción errónea del colegio episcopal: supone que este colegio puede existir plenamente y ser sujeto de derechos y deberes cuando está privado de su cabeza. Esto no es así: el poder colectivo otorgado al episcopado católico está presente en su seno sólo cuando la comunión jerárquica entre la cabeza y los miembros, el Papa y los obispos, está intacta. Cuando esta comunión está ausente, el poder corporativo del episcopado no puede estar presente. Por lo tanto, una asamblea general de obispos que actúe independientemente del papa no puede ser un auténtico concilio ecuménico.
El otro error fundamental del conciliarismo es la tergiversación del oficio del papa. Por voluntad de Cristo, él es el poseedor de las llaves para el uso de todo poder de jurisdicción en la Iglesia, incluso el de un concilio ecuménico. De ello se deduce que no puede estar sometido a ninguna asamblea de obispos, sino que éstos están sometidos a él en el uso de la potestad que les otorga su consagración y la Iglesia jerárquica. Por eso el papa tiene el poder de convocar un concilio universal, de dirigir sus trabajos y de confirmar sus decisiones.
El derecho de apelar de una sentencia del papa a una asamblea general de obispos es la consecuencia práctica del conciliarismo. Puesto que esta teoría reviste a la asamblea general de obispos con el poder supremo de jurisdicción y lo niega al sucesor de Pedro, es lógico que defienda la posibilidad de apelar del papa a sus compañeros obispos, que estarían sentados como tribunal supremo de la Iglesia.
En algunas de sus formas más radicales la teoría conciliar se basa en la idea de representación. El dueño del poder sería el pueblo de Dios, la congregación de los fieles, que confiaría este poder a los obispos, y los obispos a su vez al Papa, con el derecho de revocación en toda la línea si hubiera abusos por parte de los fideicomisarios. Así, los obispos son considerados como representantes de los fieles, y el Papa como representante tanto de los fieles como de los obispos. Naturalmente, los obispos tendrían derecho a juzgar al Papa y privarlo de su cargo si lo consideran necesario para el bien de la Iglesia.
El error de la teoría de la representación es concebir la estructura de la Iglesia como si fuera una comunidad política. Si bien es cierto que en un Estado los ciudadanos son la fuente del poder político y lo confían a su gobierno, es un error concebir a la Iglesia como una institución democrática. Cristo ha dado todo el poder de jurisdicción a los obispos, y ha hecho de uno de ellos, el sucesor de Pedro, el obispo universal de toda la Iglesia con poder sobre todos los demás.
Pronósticos de la Iglesia. El error del conciliarismo ha sido condenado varias veces, pero su deficiencia doctrinal a la hora de explicar la estructura de la Iglesia puede verse mejor no a través de las condenas del mismo, sino a través de la consideración de los pronunciamientos positivos sobre el poder de la Iglesia realizados por la autoridad docente eclesiástica.
El Concilio Vaticano I definió, en su Constitución Dogmática sobre la Iglesia, Pastor aeternus (Enchiridion symbolorum 3050-75), la plena y suprema potestad de jurisdicción del Papa sobre la Iglesia universal, tanto en la definición de la fe como en la legislación práctica. Esta potestad fue declarada por el Concilio como ordinaria e inmediata, alcanzando a todas las Iglesias, sus pastores y fieles. Dado que esta definición es incompatible con cualquier teoría conciliar que admita la superioridad de una asamblea episcopal sobre el papa y la posibilidad de una apelación de la sentencia del papa a los obispos, el conciliarismo tiene que ser excluido como incompatible con la fe católica.
El concilio Vaticano II, en su Constitución Dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium, describe la estructura interna de la Iglesia y afirma que existe una unidad permanente entre los miembros y la cabeza del cuerpo episcopal. Afirma claramente y subraya que los miembros participan en el poder corporativo del episcopado, pero sólo si y cuando están en comunión jerárquica con su cabeza. De ello se deduce que una asamblea de obispos sin el Papa carecería de poder.
Por último, ambos Concilios Vaticanos excluyen cualquier teoría de la representación en el gobierno de la Iglesia. El poder de la jurisdicción, el derecho y el deber de apacentar y gobernar el rebaño, no lo poseen los fieles, sino que fue dado a los obispos personalmente, al colegio episcopal como unidad corporativa, y al vicario de Cristo, el papa. Tienen su poder de Dios sin ninguna mediación por parte de los fieles. Al tener su poder, son los depositarios de Dios, no de la congregación. Sin embargo, su poder debe ser utilizado en beneficio del pueblo de Dios. Si a veces se les llama representantes de la Iglesia, el término debe aplicarse a ellos sólo en un sentido laxo; no debe implicar que reciban su poder de sus súbditos.
Entre las condenas explícitas del conciliarismo quizás el documento más importante es la bula Exsecrabilis, promulgada por Pío II en 1460. En su vida anterior, antes de ser ordenado sacerdote, Enea Silvio de’ Piccolomini (Pío II) fue un ardiente defensor del conciliarismo. Como papa lo condenó, calificando de errónea y detestable la doctrina que admite la legitimidad de una apelación de la sentencia del papa a un concilio universal (Enchiridion symbolorum 1375).
La actitud de la Iglesia hacia el conciliarismo no ha cambiado desde la época de Pío II. Hoy se refleja en varios cánones del Código de Derecho Canónico. «No se puede apelar de la sentencia del pontífice romano a un concilio ecuménico» (c.228.2). Los que intentan tal apelación son excomulgados y están bajo sospecha de herejía (c.2332), y el capítulo sobre los tribunales eclesiásticos comienza con el c.1556: «La Primera Sede no está sujeta a ningún juez». Esas disposiciones prácticas son las manifestaciones de una profunda convicción doctrinal.
Sería falso concluir, sin embargo, que los teólogos que abrazaron la teoría conciliar en una de sus formas históricas fueran todos herejes formales. Algunos de ellos eran personas de gran estatura espiritual e integridad intelectual, que buscaban ansiosamente una solución a los problemas de su tiempo. No encontraron la solución adecuada, y abrazaron una teoría ajena a la fe católica, pero hay que recordar que no tenían el mismo arsenal teológico que existe hoy, y que en cierta medida fueron pioneros en el estudio de la naturaleza misteriosa de la Iglesia.
Ver también: conciliarismo (historia de); concilios, generales (ecuménicos), historia de; concilios, generales (ecuménicos), teología de; primacía del papa.
Bibliografía: Concilio Vaticano II, Lumen gentium, Acta Apostolicae Sedis 57 (1965) 5-71. h. jedin, Lexikon für Theologie und Kirche, ed. j. hofer y k. rahner (Freiberg 1957-65) 6:532-534. g. alberigo, Lo sviluppo della dottrina sui poteri nella chiesa universale (Roma 1964). b. tierney, Foundations of the Conciliar Theory (Cambridge, Eng. 1955). v. martin, «Comment s’est formée la doctrine de la supériorité du concile sur le pape», Revue des sciences religieuses 17 (1937) 121-143, 261-289, 405-427.